Augusto Monterroso

1 de abril de 2010

Aunque nació en Tegucigalpa, capital de Honduras, su nacionalidad es la guatemalteca y desde 1944 su residencia habitual se halló en México, país al que se trasladó por motivos políticos.

Desde muy joven se implicó en la actividad política de su país, que compaginó con la temprana actividad en el campo de la literatura.

Ya había publicado algunos relatos cuando participó en la fundación de la revista Acento, que sería uno de los núcleos intelectuales más inquietos de Guatemala en una época de incesantes convulsiones sociales: la controvertida presidencia del liberal Jorge Ubico Castañeda, los alzamientos populares de 1944, sucesivos cuartelazos y la omnipresencia en todos los órdenes de la vida nacional de la compañía estadounidense United Fruit Company, son algunos de los episodios más representativos de este periodo.

En el exilio, Augusto Monterroso comienza a publicar sus textos a partir de 1959, cuando entregó a la imprenta "Obras completas (y otros cuentos)", colección de historias donde ya se prefiguran los rasgos fundamentales de lo que será su personalísima narrativa.

Una prosa concisa, sencilla, accesible, donde siempre late la conciencia de los grandes hitos de la literatura y una abierta inclinación hacia la parodia, la fábula y el ensayo, sienta los cimientos de un universo inquietante, cuyo idioma oficial oscilaría entre el absurdo, el humor negro y la paradoja.

Otros títulos de su producción, signada siempre por la brevedad, son: "La oveja negra y demás fábulas" (1969), "Movimiento perpetuo" (1972) o la novela "Lo demás es silencio" (1978), donde da vida al heterónimo Eduardo Torres.

También inclasificables, aunque más próximos al área de la reflexión literaria, no exenta de creatividad y fantasía, son los textos: "La letra e: fragmentos de un diario" (1987), "Viaje al centro de la fábula" (conversaciones, 1981) o "La palabra mágica" (1983). Su composición -"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí"- está considerada como el relato más breve de la literatura universal.

Ha sido galardonado con el premio Villaurrutia en 1975 y en 1988 con la condecoración del Aguila Azteca. En 1996, año en que dio por concluido su exilio, se le otorgó el Premio 'Juan Rulfo' de narrativa y reunió en el volumen "Cuentos, fábulas y lo demás es silencio" el conjunto de su obra de ficción. Actuó además como intermediario en las negociaciones de paz entabladas entre el gobierno y la guerrilla revolucionaria de su país.


Cuento:

EL ECLIPSE

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

—Si me matáis —les dijo— puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Fuente: http://www.galeon.com/letrasperdidas/c_monterroso00.htm

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